Hace algunos años, un día como cualquier otro, regresaba de mi trabajo. Estaba algo cansado y aturdido. Venía pensando en algunos labores que quedaron pendientes y
en las cuentas que debía pagar al día siguiente. Mi administración era pésima y mis ingresos escuetos. Hacía algunos meses que me había separado y mi mente repetitiva y tóxica dominaba todo mi espectro.
Recorría las calles de mi ciudad entre el smog y los ruidos de los coches. Se me hacían eternas esas 20 cuadras hasta mi apartamento.
Sucedió que pasé por un parque, repleto de árboles y me detuve unos
minutos. Me senté en uno de esos bancos de madera y me dejé caer en sus regazos.
Miré hacia arriba y puede observar que se acercaba la noche. El cielo azul estaba bordeado por nubes entre rojizas y azuladas. La brisa era fresca y rejuvenecedora.
Hacía tantos años que no observaba el cielo con detenimiento.
Seguí mirando con más intensidad y encontré el Lucero del atardecer asomando entre algunas nubes. Más al norte, también ya asomaba la luna. Sentí que la brisa aligeraba mi peso y mi cuerpo flotaba en la inmensidad, en la nada misma. Me sentí libre, ya no me acordaba de mi trabajo ni mis deudas ni problemas sentimentales, sólo yo y el infinito.
Es difícil explicar semejante plenitud explotando en mi pecho y saliendo por mis poros.
Bajé nuevamente la vista y abajo era todo igual, la gente iba de prisa, acelerada por la vida o quizá por sus situaciones personales. Sentí la necesidad de enviar amor a cada persona que veía, mientras me preguntaba, ¿por qué nadie observa el cielo?.
Sin saberlo ese día comencé a despertar.
Gerdix
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