Nos hicieron mal, bien, nos lastimaron, nos halagaron, nos usaron, nos amaron, nos desecharon, nos cuidaron, nos excluyeron, nos manipularon.
Hemos sido la arcilla y los demás sus alfareros.
Y hemos sido a su vez inconscientes alfareros de otros.
Muchísima gente vive y muere así: hecha por los demás (padres, maestros, jefes, parejas, el gobierno, la publicidad...)
Pero hay otra gente también: la alfarera de sí misma.
Quien en algún punto vio cómo estaba hecho por los demás,
e hizo de eso, su propia arcilla.
Como si fuera una pelota de plástico hundida por patadas o puñetazos, que un día dijo: 'Basta!'. Y juntó tanta fuerza desde su centro que comenzó a expandirse, hasta ir recobrando su digna esfereidad: aquello que nació para ser.
Todos somos como esas pelotas abolladas. Pero quizás las abolladuras cobren pleno sentido si se convierte en una invitación para que la pelota active su centro y lo despliegue.
Para eso hace falta un acto esencial: renunciar a quienes no somos, a lo que no tuvimos, o a lo que habríamos querido que fuera.
La arcilla es lo que hay, no lo que 'tendría que haber habido'.
Una persona así ya no aspira a cumplir con un ideal de sí misma (lo cual siempre es frustrante y equívoco), sino a descubrir quien realmente es, aprovechar lo mejor de sí,
haciendo de ello el sentido de su existencia.
D. T. Suzuki (uno de los principales difusores del Zen en Occidente) los definió como 'artistas de la vida': su obra no es necesariamente un poema o una pintura, sino lo que hacen con lo que la vida les dio.
Van gestando su libertad interna con paciencia, con dedicación, con tanta pasión y desvelos como cualquier artista plasma su obra. Pero el logro principal, en este caso, no es la resultado final, sino el acto mismo de trabajar sobre sí.
Y el artista de la vida sabe que no todo saldrá como habría querido.
Que al decidir hacerse desde adentro se encontrará con las consecuencias de decisiones que tomó cuando él era aún 'los demás'.
Entonces procurará transformar esas situaciones aparentemente inmodificables en cincel para su auto-escultura: aceptará ser pulido por su aspereza, o ser lustrado por su suavidad.
Quizás pueda hacerlo de a ratos, y a veces se sumerja en renegar de lo que es. Pero conservará, muy íntimamente, algo innegociable: el Intento. El Intento de ser lúcido, de ser fiel a sí mismo con la mayor lealtad de la que sea capaz.
Sólo así se es autor de la propia vida, y deja uno de actuar los libretos que escribieron los demás.
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