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La ciudad de los muertos



Ayer me aparté de la bulliciosa muchedumbre y me interné en los campos, hasta una colina sobre la que la Naturaleza había desplegado sus atractivas galas. Ahora sí podía respirar.
Miré hacia atrás, y la ciudad surgió ante mí con sus magníficas mezquitas y suntuosas residencias, velada por el humo de las fábricas.


Comencé a meditar en la misión del hombre, pero sólo pude sacar en conclusión que su vida se identificaba con la lucha y el sufrimiento. Luego traté de no pensar en lo que habían hecho los hijos de Adán, y me concentré en los campos que son el trono de la gloria de Dios. En un lugar apartado pude ver un cementerio rodeado de álamos.

Allá, entre la ciudad de los muertos y la ciudad de los vivos, me senté a meditar. Pensé en el eterno silencio de aquellos primeros y en la tristeza infinita de estos últimos.
En la ciudad de los vivos hallé esperanza y desesperanza, amor y odio, alegría y tristeza, riqueza y pobreza, fidelidad e infidelidad.

En la ciudad de los muertos está sepultada la tierra que en el silencio de la noche la Naturaleza convierte en vegetales, luego en animales y luego en hombres. Mientras mi alma se perdía en ese laberinto, vi que un cortejo se acercaba lenta y respetuosamente acompañado por una música que llenaba el cielo de triste melodía. Era un suntuoso funeral. El muerto era seguido por los vivos que vertían lágrimas por su partida. Al llegar a la sepultura, los sacerdotes comenzaron a orar y a quemar incienso, y los músicos a tocar sus instrumentos llorando al desaparecido. Entonces los sumos sacerdotes se adelantaron uno tras otro y recitaron sus réquiems con palabras cuidadosamente escogidas.
Finalmente la multitud se alejó, dejando que el muerto descansara en la bóveda más bella y espaciosa, diseñada en mármol y bronce por manos expertas y rodeada de las más caras y elaboradas coronas de flores.

Los que habían ido a despedirlo volvieron a la ciudad, y yo permanecí observándolos desde lejos. Mientras hablaba en voz baja conmigo mismo el sol se hundía en el horizonte y la Naturaleza se ocupaba de los mil y un preparativos del sueño.

Entonces vi a dos hombres jadeando bajo el peso de un ataúd de madera, y detrás de ellos a una mujer pobremente vestida con un bebé en brazos. Tras esta última corría un perro que, con ojos descorazonadores, miró primero a la mujer y luego al ataúd.
Fue un humilde funeral. Este huésped de la Muerte dejó librados a la impasible sociedad una esposa desdichada y un bebé que compartiera sus pesares, y a un fiel perro cuyo corazón sabía la partida de su amo.

Al llegar a la sepultura depositaron el ataúd en un pozo alejado de los cuidados pastos y los mármoles, y se alejaron después de elevar unas sencillas palabras a Dios. El perro se volvió por última vez para mirar el sepulcro de su amigo, mientras el reducido grupo desaparecía tras los árboles.

Miré hacia la ciudad de los vivos y me dije: “Aquel sitio es sólo de unos pocos”. Luego observé la armoniosa ciudad de los muertos y me dije: “También ese sitio es de unos pocos. Oh, Señor, ¿dónde está el cielo de todos?”

Al decir esto miré hacia las nubes que se mezclaban con el dorado de los más largos y bellos rayos del sol. Escuché en mi interior una voz que me decía: “¡Allí!”.

Gibran Khalil Gibran
(1914)

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