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Vivir sin Miedo




Algunas de las personas que viven fuera de nuestra sociedad occidental expresan su asombro al observar como la inmensa mayoría de nosotros -que habitamos la parte del mundo más privilegiada en cuanto al abastecimiento de necesidades básicas se refiere- vivimos nuestro día a día totalmente atemorizados. Aunque esta afirmación pueda resultarnos un poco exagerada e incluso hiriente, al analizar la cuestión nos daremos cuenta de que no dista demasiado de la realidad.

En efecto, la mayoría de nosotros parece simplemente incapaz de disfrutar plenamente de las cosas. Incluso en aquellos momentos en que parece que la vida nos sonríe y que “todo va bien” la sombra del miedo y la inseguridad se posa sobre nuestras cabezas, cosa que hace que raramente lleguemos a sentirnos en paz. Existen muchos ejemplos de este patrón de conducta a nuestro alrededor: muchas personas viven su relación amorosa con un miedo intenso a que los abandonen o los engañen; otros sufren ante la posibilidad de no estar a la altura en sus trabajos, con sus familias o amigos y no se sienten jamás lo suficientemente buenos como para merecer ser felices; la gente que posee muchos bienes materiales a menudo tiene un gran temor a arruinarse o a que les entren a robar; hay muchas personas sanas que comprar y consumen un sinfín de productos supuestamente eficaces para prevenir la enfermedad y retardar el envejecimiento y, en definitiva, la muerte.
 
Como podemos observar, la lista sería interminable. Sin embargo, todos estos patrones parten principalmente de dos factores subyacentes: situarse mentalmente en un lugar distinto al aquí y ahora por un lado, y apegarse de forma inflexible a determinados elementos por otro.

Si te fijas, la mayoría de las veces que te sientes ansioso lo haces en referencia a sucesos o situaciones que no están ocurriendo en el preciso instante en que sientes el temor, sino que se suelen relacionar con un futuro hipotético y por lo tanto inexistente: el miedo a la enfermedad, a equivocarnos, al abandono, a no conseguir lo que nos proponemos, a que los demás se formen una idea negativa de nosotros... Todas estas amenazas no están aquí y ahora, y de hecho la mayoría de veces no se llegan a materializar.
 
Aprender a tomar consciencia de cuando nuestra mente está situada en el momento presente y cuando no es una practica extremadamente importante y necesaria para superar nuestros temores.
 
Esto es debido a que únicamente podemos afrontar con eficacia las situaciones amenazantes reales y presentes, como ocurre por ejemplo cuando otro coche invade nuestro carril en la carretera. Contra las anticipaciones imaginarias de las posibles amenazas no hay en realidad nada que podamos hacer: la única respuesta posible al miedo ante la posibilidad de sufrir algún día un accidente de coche debido a que otro vehículo invada nuestro carril es la preocupación y la angustia, es decir: más miedo en sus manifestaciones cognitiva y fisiológica. Y, siguiendo con la exposición cosas obvias pero que a menudo perdemos de vista: miedo + miedo = ansiedad, infelicidad e insatisfacción.
 
La segunda semilla del temor es el apego a las ideas, objetos, situaciones e incluso personas. Apegarse inflexiblemente a algo significa creer que necesitamos ese elemento para estar completos como personas y poder ser felices, de forma que si este desapareciera de nuestras vidas las consecuencias serían catastróficas. Un ejemplo muy fácil de comprender es el apego a los bienes materiales, que hace que las personas se sientan infelices, desorientadas e incompletas cuando los pierden. Sin embargo, no hay que olvidar que el apego también ocurre con otros muchos elementos: uno puede apegarse demasiado a su pareja y sentir una gran desolación cada vez que esta se aleja. Otro ejemplo de apego inflexible son los dogmas o fanatismos, que hacen que las personas se identifiquen tanto con una idea que cierran su mente ante nuevas posibilidades.

Por último, es muy frecuente en nuestro entorno el apego a determinadas situaciones vitales: este apego nos hace sentir ansiedad ante los cambios de la vida, que siempre implican la pérdida de algo y la posibilidad de nutrirse con muchas otras cosas.
Una vez hayas comprendido un poco más de donde proviene el temor, el siguiente paso para sobreponerte a él es tomar la profunda y firme determinación de hacerlo. Esto requiere un importante compromiso: cada célula de tu cuerpo debe estar convencida de que ya has tenido bastante sufrimiento innecesario en tu vida y debe aceptar el reto de hacer que simplemente este deje de generarse y alimentarse.
 
Una vez hayas sido sincero contigo mismo y hayas decidido dar este importante paso, lo primero que tienes que comprender es que llevas varios años practicando el “arte” de fabricar miedo, de manera que se podría decir que eres una especie de “experto en la materia”. Esto hará que, como todos los expertos en algo, tengas hábitos fuertemente arraigados y fabriques miedo casi sin darte cuenta, como por defecto profesional. Este hecho hace que para convertirte en un buen productor de calma y tranquilidad debas practicar día a día y estar muy atento a lo que ocurre en tu interior: intenta detectar cuando tu mente abandona el aquí y ahora y haz que vuelva en seguida al momento presente antes de que empiece a inventar futuros imaginarios. Así mismo, date cuenta de cuando te identificas o apegas de forma inflexible a algo y recuerda que el cambio forma parte de la vida y que cerrarse a él es simplemente luchar contra la naturaleza de las cosas.
 
Si eres constante en estas practicas observarás como empiezas a ser capaz de detectar cuando tienes un miedo a medio fabricar y de frenar rápidamente el proceso. Más adelante, conseguirás que la fabricación prácticamente no pueda empezar debido a que tendrás la mente ocupada en tu nueva profesión: vivir el momento presente de forma plena, calmada y en paz.

Psicóloga Vanessa Narváez Peralta



El autocontrol nos hace libre


Aunque nos llevemos unos cuantos años de edad con los estudiantes de preescolar que usó Mischel en sus estudios en los años 70, a menudo no nos comportamos de manera muy distinta a ellos. A estos pequeños, los hicieron sentar ante una mesa encima de la cual habían sido colocados objetos muy atractivos para ellos, como por ejemplo golosinas. El responsable del experimento les decía algo así: “Yo voy a salir de la sala durante unos minutos para hacer unas gestiones. Aquí tienes estos caramelos. Puedes comértelos si quieres mientras yo no esté, pero si te esperas a que vuelva, cuando regrese te daré este paquete y dos más igual de grandes para ti solo.” Observó el autor como algunos de los niños eran capaces de “resistir a la tentación” y acababan ganando su dosis triplicada de golosinas, mientras que otros devoraban rápidamente los dulces, aún sabiendo que esto les imposibilitaría conseguir un premio mayor a la larga.

La habilidad que se pretendía medir con estos experimentos es el autocontrol o, lo que es lo mismo, la capacidad para demorar la gratificación a corto plazo con el objetivo de conseguir resultados más deseables y agradables a la larga. Muchos adultos sufren en su día a día grandes dificultades a la hora de lograr los objetivos vitales que se proponen, debido a un déficit en sus conductas de autocontrol. Acabar una carrera universitaria o cualquier tipo de estudios, cumplir una dieta para adelgazar, educar adecuadamente a nuestros hijos, dejar de fumar, ahorrar para poder hacer el viaje de nuestros sueños o para cualquier otra cosa que nos haga ilusión, o lograr poner fin a una discusión que sabemos que no lleva a ninguna parte, son algunas de las tareas para las que el autocontrol es una pieza clave.

Tradicionalmente, esta habilidad se ha identificado con la “fuerza de voluntad”. Este término, aunque puede ayudarnos a comprender mejor el concepto, tiene el inconveniente de que lo solemos asociar a algo innato, que algunas personas tienen y otras no, y que por lo tanto no se puede entrenar ni mejorar. A veces ocurre que las personas, al comprobar como en más de una ocasión no han logrado alcanzar los objetivos que se habían propuesto, concluyen que “no tienen fuerza de voluntad” y que por tanto no pueden hacer nada más que resignarse y renunciar a sus objetivos. La buena noticia ante esta situación, es que estas creencias son totalmente erróneas, ya que el autocontrol es una conducta aprendida y entrenable, de manera que todos podemos poner en marcha estrategias para aumentarla y utilizarla para hacer realidad nuestros sueños.

El primer paso para cultivar nuestro autocontrol es comprender cómo funciona este proceso y porqué nos resulta a veces tan difícil ponerlo en marcha. La motivación o energía que movilizamos a la hora llevar a cabo nuestros propósitos depende en gran medida de dos factores: la valoración que hacemos de los resultados que esperamos obtener de nuestras acciones, y la cantidad de esfuerzo que nos supone llevarlas a cabo. Así, nos resultará mucho más fácil implicarnos en actividades que nos reporten mucha satisfacción y en las que debamos invertir poca energía, mientras que no nos motivarán en absoluto aquellas que requieran mucho esfuerzo y de las que pensemos obtener muy pocos beneficios. Existe, sin embargo, un tercer tipo de objetivos que suelen plantearnos serias dificultades: aquellos que requieren mucho esfuerzo por nuestra parte, pero el resultado de los cuales nos resulta tremendamente atractivo. Ante este tipo de hazañas, el autocontrol resulta un aliado esencial.

Para conseguir adaptar nuestra conducta a la consecución de nuestros propósitos, tenemos que empezar por conocerla bien. Una manera sencilla y útil de hacerlo es observar y registrar cuál es nuestra forma de actuar en el presente. Si, por ejemplo, nos propusiéramos dejar de fumar, podríamos anotar en una libreta durante unas 2 semanas el número de cigarrillos consumidos cada día, así como las horas del día en que lo hacemos. Este simple paso es tremendamente importante, ya que nos permite conocer nuestros hábitos de forma concreta y fiable.

Una vez estamos al corriente de cuál es nuestro punto de partida, debemos establecer el objetivo final que deseamos, así como los pasos intermedios necesarios para lograrlo. Estos pasos deben estar bien definidos especificando la acción concreta que se debe hacer y el momento en que se debe realizar, de manera que se pueda evaluar objetivamente si se han ejecutado correctamente o no. Por ejemplo, “fumar cada semana un cigarrillo menos al día que la semana anterior” sería preferible a “poco a poco ir fumando cada vez menos”.

Una vez elaborada esta hoja de ruta, debemos encontrar la manera de ayudarnos a nosotros mismos a cumplirla. Un sencillo método para lograrlo es el propuesto por Kanfer, mediante los 3 siguientes pasos: auto-observación, auto-evaluación y auto-refuerzo. Realizar estas tres tareas con cada uno de los pequeños pasos que nos hayamos propuesto, nos ayudará a ser perseverantes y a auto-motivarnos para seguir trabajando día a día en pro de nuestras metas.

La auto-observación consiste en fijarnos (y si es posible anotar en un papel) el grado en que efectuamos el comportamiento que queremos modificar. Siguiendo con el ejemplo de dejar de fumar, consistiría en anotar el número de cigarrillos que fumamos cada día.

El siguiente paso es la auto-evaluación. Se trata de comparar nuestra conducta, con el objetivo que nos habíamos propuesto. En nuestro ejemplo, consistiría en ver si el número de cigarrillos fumados ese día ha superado o no el máximo que nos habíamos marcado.

Por último, una vez hecha la valoración, debemos proporcionarnos a nosotros mismos consecuencias más o menos agradables en función de si hemos logrado o no nuestro sub-objetivo. Estos premios deben ser pensados y anotados de antemano, para poder tenerlos claros llegado el momento. Se trata simplemente de buscar pequeños incentivos que nos hagan más ameno el esfuerzo y nos vayan animando y motivando para no tirar la toalla antes de lograr la meta final. Cada uno debe buscar pequeños premios que le resulten valiosos y prácticos, de manera que sea agradable conseguirlos y desagradable no hacerlo. Siguiendo con nuestro ejemplo, podríamos premiarnos con una actividad agradable cada fin de semana (ir al cine, a cenar, o de excursión...) si hemos logrado acabar la semana sin pasarnos ningún día del límite de cigarrillos diarios. Es muy importante que estos refuerzos sean frecuentes y temporalmente próximos a las buenas actuaciones, ya que si los demoramos demasiado pierden considerablemente su efecto. También resulta crucial que supeditemos estas actividades agradables a la consecución de cada objetivo, ya que si nos premiamos sin haber cumplido con nuestras metas entraremos en un auto-engaño que de nada nos servirá. Por ejemplo, si el miércoles fumé más de la cuenta el sábado no debo ir al teatro por mucho que me apetezca, sino que debo concentrarme en hacerlo bien en los próximos días para poder darme el gusto el fin de semana siguiente.

Lamentablemente, el autocontrol es visto a menudo como la antítesis de la libertad, como si implicara algo así como “vivir reprimido”. La visión negativa de esta habilidad personal es totalmente errónea, ya que cuando uno se autocontrola decide, libremente, renunciar a cierto bienestar inmediato para conseguir algo que valora más a largo plazo. Cuando esta decisión no es voluntaria y viene impuesta desde fuera, simplemente ya no se trata de una conducta auto-controlada.

Ser realmente libre implica actuar en cada momento de la manera en que uno elige y no según lo que le dictan la pereza o los impulsos pasajeros (a no ser, claro está, que uno decida complacerlos, cosa que tampoco es negativo hacer de vez en cuando).


Psicóloga Vanessa Narváez Peralta